POCO FLORO: EL BLOOOGGG (SOLO PARA ADULTOS O POSTULANTES A)

La gente lúcida sufre mucho. Por eso toma para atontarse...

Esto es un blog porque ellos lo dicen ("ellos", históricamente, realmente no existen, pero siempre se les menciona: no sabemos de quién diablos hablamos pero, como no hay a quien echarle el pato, pues "ellos" controlan las cosas, "ellos" suben la gasolina, "ellos" mataron a Kennedy, "ellos" nos observan, etc.) Blod, no, blot, carajo, blog... La palabra misma suena a pedo, estornudo, a tos de gago: "blog", bienvenidos a mi "blogggggg"... Lo peor es que -se supone- el susodicho debe tener un life motif (orden de "ellos", también) y, para serles franco, no lo tengo. Sorry pero, vivir debe tener un motivo? Acaso siquiera nos consultan? Pero ya que hemos sido invitados, a la prepo o no, hay que motivarse pues. Sino se acaba, por ejemplo, como la amante de Kennedy o el de la caminata lunar. En fin, si eres activista de derechos humanos, brigadier de tu clase, presidente de la APAFA o buscas cosas "positivas" en internet, en el sentido cursi-aburrido del asunto, aquí pierdes tu tiempo.Yo no quiero salvar al mundo, más bien estar a salvo de él. Tampoco quiero la paz mundial, pero estaría mejor si el mundo me deja en paz. Eso se consigue sólo de tres formas, simplísimo: durmiendo, muerto, o escribiendo. La primera, lamentablemente, dura poquísimo y está el peligro de soñar, lo que te puede jugar una mala pasada y levantarte con ganas de opción dos, por ejemplo. Y opción dos vade retro, con dos te miro con tres te ato, abracadabra, back off, atrás animal feroz... No, soy bien masoquista y por el momento me encanta vivir para escribir. Tres, la ganadora. Pero en mi mundo dentro del mundo (ojalá lo entiendan, sino, los invito a leerme. A leer mi bloooggg...)



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Wednesday, November 23, 2011

El Loco Bicicleta

El Loco Bicicleta


Viernes 18 de Noviembre, 10 y pico de la noche. Estoy en el Bee Bee’s, un bar a pocas cuadras de la Cleveland State University, en donde he recalado luego de ir a recoger a mi esposa e hija de un concierto sin finalmente recogerlas porque, siendo ya las diez de la noche, los dos moticucos que se hacen llamar Plan B no han llegado a una cita que debió haber empezado a las ocho.

He estado aquí ya tres veces, con ésta, y sigo con la misma sensación de la primera: ¿a qué hora aparece el Hombre Lobo? ¿Han visto esa película gringa categoría B, tan mala como inolvidable, donde un pata que se parece a Rocky –no a Sylvester Stallone, sino a su Alter Ego Rocky, o sea, ya caracterizado y producido para recibir golpes que tuerzan más esa mandíbula Maritere Braschi- entra a un bar sucio y rojo, con cabezas de venados en las paredes, y todos se quedan misteriosamente callados cuando el futuro werewolf anuncia que continúa su camino, a pesar de la luna llena? Igualito, pero sin venados decapitados y con música ochentera, Summer of 69 me da la bienvenida. Bueno, si no han visto la película evítenme una descripción detallada y sólo imaginen cualquier otro bar gringo (pobre, eso sí) de cualquier otra película (si es B, mejor) donde la bar tender o es tetona pero gorda o bonita pero desaliñada o amable pero fea o mamacita tipo deberías-ser-modelo pero malcriada o… Si es todas las anteriores, mucho mejor.

Porque así es este bar. Tiene tres bar tenders, de todos los estereotipos imaginables. Y la clásica decoración kitsch que consiste en, justamente, la falta total de decoración: mientras más sonseras cuelgues, pegues, dibujes, derrames, claves o vomites en las paredes, mejor. Oscuro, tolerablemente apestoso, sin seguridad afuera y menos adentro, escondido entre la 18th con Superior en el corazón de Cleveland -ciudad sin corazón, además- y llenecito de estudiantes de la CSU quienes, como yo, rajan cada vez que pueden cuando están lúcidos de este antro al que juran nunca más volver para volver ni bien puedan. Como yo, también, supongo, ahora que debo huevear al menos un par de horas.

Tenía y crucé varias alternativas, antes de llegar al Bee Bee’s casi en piloto automático: CSU no se caracteriza necesariamente por sus escrúpulos éticos. No es que la universidad esté rodeada de bares y licorerías; es, en sí, en parte, un bar. En el primer piso del Centro Estudiantil tenemos el Bar Uno, que finalmente termina siendo el Bar Ultimo donde los que viven in campus terminan con la peruanísima pero me doy cuenta que también gringuísima ultimita, compadre, la del estribo, last shot and we’re done, homie, antes de regresar a casa.

Vamos: esa vaina ya es internacional, seamos justos. Porque quien me trajo al Bee Bee’s la primera vez no fue ni un peruano ni gringo (no en el sentido netamente geográfico) sino un rumano compañero de clase.

     -This bar sucks Hernan, but they got cheap drinks. Last shot and we’re done.

De eso hace tres meses cuando Hernán era el nuevo estudiante, welcome to CSU, let’s go have some drinks, y fue arrastrado al barcito peor es nada preferido por todos mis nuevos e internacionalmente borrachos compañeros de maestría. Me toca, ahora que he vuelto, la bar tender categoría bonita pero desaliñada: what are you having, honey? Una jarra de Miller Lite, por favor. Miller es la cerveza que aprendí a tomar en Wisconsin y que más me recuerda a mi legendaria Cristal, aunque en estricto rigor alcohólico no se parezcan en nada; la Cristal cumple su misión, te emborracha al toque, mientras que la Miller tarda, no sé, te ahueva tanto con su nula producción de eructos que te deja más bien aletargado, feeling, tan sentimental que asocias los primeros recuerdos con su sabor amanerado. Y mi primer recuerdo, hace nueve años ya, cuando el primer salud navideño fuera de mi patria con una Miller ofrecida por el gran Jaime, fue, justamente, aquellas Navidades incomparables con los Gálvez y Villavicencios (por separado, allá en perulandia, unidos, aquí en el bobo) regadas de Cristal, la campeona de la calidad, sinónimo de borracheras en serio, con eruptos, peleas y amistes y todo, como debe de ser.

Pero la desaliñada pierde la paciencia –que, para una bar tender gringa de bar categoría peor-es-nada, consiste en un intervalo de 3 segundos de media sonrisa- y como que se quiere pasar al bando de malcriadas, aunque sin la combinación con modelo, tampoco, porque me responde impaciente que no tienen Miller Litte en jarra, honey, pero honey, en vez de seguir la lógica y preguntar ok, ¿qué tienen en jarra, entonces?, insiste y pregunta qué otra chela tienen parecida a la Miller Lite en jarra, por favor.

     -No tomo Miller Lite, así que no sé. ¿Quieres que regrese en un rato en lo que te decides?

Sonrío porque, a pesar de su sueldo y los cuarenta rostros patibularios que rodean la barra y la llaman a gritos, ella también sonríe. Alzo el dedo y, al azar, señalo cualquier lugar de cualquier lista de las mil que acabo de descubrir pintarrajeadas en la pared.

     -Samuel Adams?

     -Samuel Adams it is- respondo, recién descubriendo lo que acabo de escoger.

Por una parte mejor: ¿para qué llamar a la nostalgia, ahora, con el sabor distinto pero igualito a mi Cristal de una Miller? Ya pasaron nueve años, he vuelto a mi terruño tres veces, en un mesecito y medio regreso, mi viejo acaba de visitarme y ganó Humala. Báh, relájate Nan, termina tu chela y a disfrutar el fin de semana. Recibo la jarra con el líquido negro de la Sam Adams, sabor que estoy por descubrir, con un solo vaso (es lo bueno de estos bares, las bar tenders saben que si pides una jarra de lo que sea y estás solo, es porque vienes a tomar, no a esperar a alguien, como te preguntan en otros bares, digamos, de categoría mejor que nada, donde o te ofrecen un segundo vaso o de arranque te advierten que no pueden venderte una jarra entera porque estás solo, se ve mal, te explican: si te emborrachas, emborráchate con individual drinks en la mesa, no con una jarrota. Supongo que así tu borrachera luce más presentable o menos patética) y, qué miércoles, pido también el menú aunque no tengo hambre pero con algo hay que bajar el tufo y el efecto adormecedor, no vaya a ser que me cruce con algún tombo.

Sirvo el primer vaso de lo que calculo serán cuatro o cinco. La bonita-desaliñada ha renunciado a intentar malcriadez alguna y me advierte que, entre nos, lo mejor que tienen son las alitas. Dejo de mirar el menú (además, ¿qué más podría pedir en un bar peor es nada?) y acepto la sugerencia, tráme las más picantes pero con un side de salsa caribbean jerk, lo único que llamó mi atención de lo que pude leer, a ver qué tal es.

Cuando llegan mis alitas picantes, junto con la cuenta (en los bares así te cobran por adelantado, más vale prevenir que corretear), escucho un hey, hey, buddy, a menos un metro de mí.

     -Yes?

Lo que recibí por respuesta me tomó un par de minutos descifrar. My beer? Yes, it’s good, cheers!, dije por educación o agradecimiento, levantando levemente mi primer vaso (que, recién me daba cuenta, apenas había probado) y secándolo en una. Seguía atacando mis alitas –resignado: la bar tender me las trajo al revés, con el caribbean jerk como sabor principal y el side con salsa picante, pero en fin, mejor apurar el trámite sin reclamar y que pasen los minutos, ya debe haber pasado al menos media hora- cuando el hey, hey, buddy, volvió. Era el mismo tipo, pero esta segunda vez me di cuenta que también era distinto: ahora que lo miraba bien, con un inicial fastidio por su insistencia (detesto que me hagan el habla si aún no estoy tan borracho como para tolerar las generalmente sosas historias de los choborras solitarios), quien me había sonreído hace un momento, a quien le había entendido entre tanta bulla sólo las universales beer, good, hey, estaba sentado a una altura imposible para las altas y desgastadas sillas que rodean la barra del Bee Bee’s, con su vaso de plástico semivacío casi a la altura de su mentón. Sólo cuando me acerqué un poco para entender mejor lo que decía me di cuenta que mi afanoso interlocutor afroamericano no estaba sentado en una silla del bar, sino en su propia silla de bar y de vida, y que le faltaba una pierna.

     -Oh! Ok, sure, I’ll pour it…

Cumplí apurado lo que me había pedido, que si le podía invitar un poco de mi cerveza, porque Samuel Adams is good, él estaba tomando Blue Labath, la más barata de la lista, la única que podía comprar, me explicaba. Le serví sobre lo que quedaba de su cerveza, así me lo pidió, y me serví también, apuradísimo, avergonzado por no haber entendido, por cojudamente haber incluso levantado mi vaso lleno contra su vaso que vi más vacío que nunca cuando comprendí. Las manotas del moreno, antes de probar su combinación de 80% Sam Adams con 20 de Labath, se juntaron como cuando uno va a llamar a alguien, pero en vez de cubrir su boca buscaron tímidamente, sonrisota con dientes blanquísimos de por medio, mi mano derecha:

     -Gracias, amigo. Te pagaré algún día.

Sonreí, no tienes que pagarme nada, le dije, y por fin me sentí mejor, salud: me llamo Hernán.

     -Are you Native American, my friend? I’m Derek, nice meeting you.

No, no soy indio nativo americano, le aclaré (no es la primera vez que me confunden, mis ojos achinados y piel cobriza podrían tranquilamente reemplazar el Gálvez por un Bluebird o Redskin), soy peruano, Derek. Peru? Where is it? En Suramérica, amigo. No sé si por asociación, luego de preguntarme qué idioma hablábamos por allá, cambió mi nombre por Hernandez, y no me pareció oportuno corregirlo.

     -Oh, Peru. So you speak Mexican?- Me había dicho un gringo ebrio solitario, años atrás, lo que despertó una estúpida indignación en mí y mis amigos de juerga que casi acaba en Incas vs. Peregrinos. Reemplacé la intolerancia por la sonrisa con los años, y a veces da resultado.

Sentí un efecto raro con la combinación paladar-Samuel Adams-Derek-Hernandez-segundo vaso. Pasó que Hernandez llenó de nuevo el vaso del moreno, sin preguntar. Una sensación, primero, de la cagué de nuevo. Ya le iba a ofrecer disculpas sin saber necesariamente por qué. Pero permanecí callado; conforme secaba el segundo y nervioso Samuel Adams, lo vi clarísimo: recordé la imagen de un chibolo escuálido, trinchudo y patichueco parado, mejor dicho estacionado, porque no se movía, en la esquina de nuestra entrañable casa de Jr. Portugal, en Breña, donde aprendimos a vivir con papás separados antes que se separaran, hace veinte años. El chibolo miraba con cara de experiencia religiosa a una ambulante que vendía lapiceros gastados. Sí; todo lo que vendía la tía era o usado o viejo pero siempre definitivamente feo: portaminas sin minas, borradores pintarrajeados, libros (mal) forrados, álbumes a medio llenar, hasta caramelos. Claro que los caramelos, el chibolo seguramente imaginaba, no podían estar usados. Pero en lo que se concentraba desesperadamente, sin escuchar los gritos de su padre desde un Volkswagen blanco, apúrate flaco, ¿qué haces ahí?, era en esos lapiceros usados, colgados ordenadamente en una liga partida por la mitad para que sea más larga al estirarse. La dueña del puesto en algún momento se percató de la presencia de ese mocoso mirón y extraño, pero no se molestó: ¿quieres un lapicero, chiquito? La señora había sonreído y eso como que despertó algo incomprensible en el huevas.

     -S-sí- tartamudeó, la mirada fija en la sonrisa sin dientes de la anciana.

     -Cada uno es a treinta centavos, pero te doy dos por cincuenta- siguió sonriendo ella, acomodándose una frazada encima, llenecita de huecos.

“Ya” dijo por toda respuesta el mocoso, antes de salir disparado, ahí voy papá. Toda esta secuencia, totalmente olvidada por dos décadas, volvió tan nítida como lacrimógenamente mientras terminaba ya, por fin, el segundo vaso, resignado a que Derek se haya ofendido con toda la razón del mundo por mi impertinencia, y mordiendo los labios para no soltar nada que se parezca a una lágrima antes de entender qué mierda me estaba pasando. Ya había decidido no ofrecer disculpas sino salir disparado de ahí, sin terminar ni la cerveza ni las alitas ni nada, cuando un Thanks my man! Thanks my man!, me devolvió la respiración pero, sobre todo, la sonrisa.

     -I love Samuel Adams!- agregó Derek, secándose el segundo vaso y apagando ya, felizmente, tantos thanks my man que no me dejaban analizar nada. Por fin se cayó, y le pregunté si vivía cerca. Su sonrisota perenne no cambió un ápice cuando me respondió, como quien da la hora, que no tenía casa. Pero algo en mi estúpida cara sí debe haberse movido, porque añadió enseguida:

     -Pero voy a estar bien. En dos semanas me dan un departamento.

     -Oh, ¿el programa de housing?

     -No, la asociación de veteranos. Soy veterano del ejército.

De nuevo, a pesar de la oscuridad, la inercia cojuda de mis gestos debe haberme jugado otra de sus insoportables pasadas: Derek de inmediato señaló su pierna inexistente y movió la cabeza lado a lado, enfáticamente.

     -No mi amigo Hernandez, así no perdí la pierna. Un auto me atropelló hace años, cuando ya no servía para el ejército. Yo serví del 81 al 86, en una base de Texas. Para mi mala suerte no fui a ninguna guerra. Pero ellos me van a ayudar a conseguir un departamento, ¡me lo entregan en dos semanas!

Entonces el tercer vaso de Samuel Adams aclaró todo, como aquel primer sorbo de Miller Lite hace 9 años. No me puse nervioso ni temblé ni nada cuando, con la sonrisa más distraída que pude perpetrar, le serví el tercero, antes de preguntarle si tenía familia.

     -En Youngstown, de ahí vengo, pero no aquí. Así estoy bien.

Luego, por decirlo de alguna manera, volvió el cojudo del lapicero gastado:

     -Hace frío afuera, Derek.

Mi nuevo amigo era genial: sin saber el esfuerzo descomunal que hacía por alejar esa imagen chibolo-vendedora-de-lapiceros-de-mierda, me volvió a mostrar los dientes y, ante mi estupor, se paró de golpe en un pie, en perfecto equilibrio.

-¡Mira, mira Hernandez!- gritaba con alegría, señalando el asiento de su silla de ruedas- ¡Mira lo que tengo, estoy preparado amigo, no te preocupes!

Lo que tenía eran unas tres o cuatro sábanas versión vieja de los lapiceros, dobladas cuidadosamente sobre el asiento. También tenía periódicos y revistas en una bolsa de plástico que colgaba de un lado, para no aburrirme por las mañanas, Hernandez. Los mostraba feliz, orgulloso: no es el primer invierno, mi amigo. Estos de aquí me protegen bien.

     -¡Hey Derek, sí que eres alto!

     -¿Soy alto, verdad? Jugaba básquetbol de chico.

Hizo un pase imaginario que, por supuesto, encestó el punto ganador, el camino a la verdadera victoria para alguien que anda por la vida ganando y ganando cada vez que quiere, y siempre quiere ganar, porque siempre quiere sonreír. Como ahora, que está empilado y, sentándose en la orilla de su silla campeona, le da palmadas a su vieja compañera: la silla. Perdón, lo dijo así:

     -Esta no me falla nunca, Hernandez. Mi amiga, mi bicicleta.

El Loco Bicicleta se bautizó como loco cuando me presentó como su old friend a un tipo que pasaba por su lado, a quien dudo lo conociera. Y es que es una locura feliz e inolvidable ser ya un amigo antiguo tuyo, Derek, qué más quisiera yo, habernos conocido antes y así estar mejor preparado ante los efectos lacrimógenos de una Samuel Adams de toda la vida por primera vez en la vida de esta vida como tu nuevo amigo antiguo. Así de complicado es…

Conversamos mucho, sobre su vida en Youngstown, su mala relación con sus hermanos, el dinero que obtuvo por el accidente (“mal aprovechado, Hernandez, lo invertí mal”) y lo orgulloso que se sentía de haber pertenecido al Army. Yo le conté sobre mi vida en Perú, que regresaba en Diciembre; sobre mi esposa e hijos, lo mucho que los amaba.

     -A propósito, Derek, ya debe haber terminado el concierto.

Mi reloj marca las doce, y algo en mi corazón (sé que es la bendita imagen del chibolo llorón frente a la tía de los lapiceros, pero no quiero pensar en ello ahora que tengo que despedirme) me indica que esta vez no la cagaré. Busco unos billetes en mi cartera y se los doy a la bar tender, para que el Loco Bicicleta siga alegrándose la noche un poquito más, rogando que así sienta menos el frío, y cruzando los dedos para que me pida algo. Porque no me voy a arriesgar a cagarla ni perder a mi nuevo gran causa ofreciéndolo yo. Pero el Loco vuelve a sorprenderme. Sonríe, agradece el nuevo vaso de Sam Adams, y sí me pide algo, pero no lo que yo esperaba y no me atrevía a darle: los billetes que guardaba apretujados en la mano:

     -Regresa en dos semanas, Hernandez, mi amigo. En dos semanas me dan mi departamento, y te invitaré esta vez yo los tragos. Y trae a tu esposa. Eres un gran amigo.

Nos dimos un fuerte abrazo, como si de verdad nos conociéramos desde siempre. Y, mientras encendía el auto, me observé en el espejo retrovisor un rato, buscando y, felizmente, lo encontré, con alivio y esperanza: no he cambiado, no me has cambiado, Estados Unidos. Aún me reconozco y recuerdo sin miedo y llenecito de ese sentimiento esperanzador aquella vez cuando le pedí a mi padre un sol para comprar cuatro lapiceros.





4 comments:

  1. Siempre me ha ofendido el "hablas Mexicano" "habla espaniol, es Mexicano" no es nada personal por el contrario es por lo generalizado del concepto, los ilegales, los k piden wellfare, los k trafican con drogas, los ignorantes, los k no hablan espaniol etc.
    me gusta como escribes sobre todo por los dichos y slang k muchas veces no entiendo y me hacen k me vuele la imaginacion, pero kiero pedirte un favor, podrias hacerlo mas corto? llega un momento en k tengo la necesidad de dejar de leerte, debe ser mi hiperactividad o k un maestro, cuando hacia mis pininos escribiendo,me dijo k eran mejor cortos y buenos k largos y aburridos y se me ha fijado en la memoria. Si este es tu estilo no me hagas caso, yo buscare la forma de concentrarme... un abrazo y sigue adelante!!!

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  2. Te hacia extrañar poco floro. Luis

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  3. Excelente y no porque sea tu padre, el orgullo me sale por los poros CARAJO, le duela a quien le duela, estas son las cosas que me hacen vivir y agradecer a nuestro creador su gran sabiduria, te felicito y no está demás decirte lo mucho que te quiero.

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  4. como la señora arriba, estoy de acuerod que es largo pero tampoco lo imagino mas corto nose no soy muy literario que diga pero pienso que si es largo es porque asi deve ser. antonio de honduras

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